EL COLOMBROÑO

Si me permites un consejo: aléjate de un colombroño. Si no puedes hacerlo, quédate en alerta y no te despistes, porque puedes unir tu destino a un desconocido y las consecuencias pueden ser catastróficas, o al menos, nada deseables.

Como me debo a su anonimato, llamaremos Paloma a la protagonista de esta historia. ¡Tú, sí sí, tú!, la que está leyendo este artículo. Si te llamas igual que nuestra Paloma, ya sabes que es tu tocaya. Y si no lo sabías, también es tu colombroño.

El día que Paloma entró en el despacho, lo hizo llorando. Las lágrimas no son extrañas entre las paredes de nuestras oficinas, porque cada persona viene con su propia historia, donde se acumulan horas de insomnio y horas donde el reloj nunca avanza. Paloma tomó asiento, aunque bien parecía suspendida en la silla porque su cuerpo apenas había terminado de acomodarse. Su mirada se perdió en el bolso que había depositado en el suelo. No me miró. «Ayúdeme» fue la única palabra que pudo pronunciar antes de que se le rompiera la voz y comenzara de nuevo a llorar.

Una hora después, Paloma se marchó. No fue posible calmarla, o al menos no en lo que uno hubiese deseado. Pero su historia no sólo quedó en las notas de un cuaderno, su historia se coló entre otras historias para comenzar una aventura que tenía como objetivo recomponer el nombre de Paloma, su pasado que no era suyo y un futuro donde olvidar lo que aquella mujer estaba viviendo.

Dicen que en algún lugar de este mundo tenemos un “doble”. Aunque no todo lo que se dice o rumorea es cierto, tampoco seré yo quien ponga en duda dicha afirmación. Pero con Paloma, su “doble” no era de parecido físico, sino de semejanza nominal. Paloma tuvo un colombroño que hizo de su vida un calvario. Un buen día su nombre y sus apellidos aparecieron en el juzgado. Fue en ese momento donde comenzó una cadena de errores. Alguien escribió en una diligencia que estaba casada en segundas nupcias, sin conocer que ella había conocido a su único marido cuando sólo contaba con catorce años; que había residido en la ciudad de los Omeyas, ignorando aquellas diligencias que su único viaje fue el de bodas a la capital Hispalense; que trabajaba en un bar de copas, desconociendo aquellos autos que trabajaba limpiando en tres casas como empleada de hogar sin cotizar.

Hace unos días, Paloma ha vuelto al despacho. Es otra mujer. O la misma, pero con una sonrisa en sus labios. El Ministerio de Justicia acaba de reconocerle una indemnización por los errores judiciales que se sucedieron. «Por una vez, me hubiese gustado ser un número, el del DNI que nunca se detuvieron en mirar», pronunció Paloma con la voz temblorosa porque sabía que el colombroño por fin se había aclarado.

ALFREDO Y EL PRESOSTATO

A veces sientes que la vida se te echa encima. Y si además te ocurre a las 7,15 de la mañana, intuyes que el día será diferente. Como era de esperar por esas leyes de la metafísica, el agua caliente dejó de caer sobre mi cuerpo oculto bajo una capa de jabón. El grito fue estremecedor. Tanto que los vecinos se agolparon en las ventanas del patio interior del edificio. La curiosidad siempre asoma la cabeza por cualquier hueco.

            Envuelto en una toalla y temblando de frío, me acerqué al termo. Había dejado de funcionar. Lo desenchufé y lo volví a enchufar. Nada de nada. Pensé que podría pasar alguna vez, pero que hubiesen programado su obsolescencia programada mientras me encontraba bajo la ducha, eso sí que no me lo esperaba.

            A las 9 de la mañana llamé al servicio oficial. Pedí que me mandaran a un fontanero. Amablemente me contestaron que ellos no tienen en plantilla fontaneros, que en todo caso podrían enviarme a un técnico especialista en conducciones de aguas y equipos de calefacción. Pregunté por el presupuesto y, mucho más amablemente que antes, me dijeron que la visita sería 38,50 euros, sin impuestos, tasas ni otros contratiempos.

            Cinco horas después, Alfredo entró por las puertas de mi casa. Uniformado debidamente de técnico especialista en conducciones de aguas y equipos de calefacción, se lanzó sin demora hacia el termo. Su mirada se iluminó. Sólo con verlo, sin abrirlo, me dijo el nombre del termo. Miiré a Alfredo con ojos de disculpa. Le dije que a pesar de llevar cinco años en la casa no había tenido el gusto de conocer cómo se llamaba el termo en la intimidad.

            Previa flexión corporal para extraer de su maletín las herramientas correspondientes y mostrarme el último modelo de Piojito´s Klavin Kein, se dispuso diligente a la reparación del termo cuyo nombre de modelo ya he olvidado. Tras diez minutos de silencios y conversaciones de la situación mundial de la pandemia y derrocar al gobierno en 24 horas, me dijo que había localizado el problema: el presostato no funciona.

            Como la curiosidad también se asoma por la boca, en este caso le pregunté qué era el presostato. Su mirada se clavó en mí. El silencio se hizo entre los dos. La música de duelo pistolero sonó de fondo con el volumen aumentando por momentos.

-¡Caballero!, es el presostato.

-Claro que sí-, afirmé.

-¡Señor! (ahora me había cambiado de título), el presostato lo dice su propio nombre.

-Claro que sí, volví a afirmar.

En ese instante, el presostato me había vuelto ignorante, y pensé en hablarle de la usucapión. Pero me abandoné a la sensación de la cobardía, porque nunca sabes a quién puedes tener al frente de un duelo lingüístico.

Mientras terminó de ajustarse los Piojito´s Klavin Kein, acabó de colocar la tapa. Tiene usted termo para otra temporada, me dijo con esa sonrisa de gladiador que había derrotado a los leones. Eso sí, ahora Alfredo no llamó al termo por su nombre íntimo, porque supongo que después de haber conocido a tantos a lo largo de su vida, es natural que se le olvide.

– ¿Cuánto es la gracia?, le pregunté.

– ¿Lo quiere usted con factura o sin factura?, me contestó.

EL MUEBLE-BAR

Lo vintage está de moda. Lo retro es lo que se lleva. El pasado ha llegado para quedarse y la nostalgia se ha convertido en los cordones de nuestros zapatos. Sin embargo, no todo retorna de un tiempo que el dicho popular dice que fue mejor.

Entre tanto objeto del recuerdo adaptado al siglo XXI, no he conseguido encontrar ese mueble que un día fue el centro de los hogares. Ni siquiera he podido localizarlo en el catálogo de ese monstruo de cuatro letras que da la bienvenida a la república de su casa.

Un mueble-bar. Bendito mueble donde se guardaba la botella de Peper Mint, el paquete de Celtas, varias copas de Duralex y el sobre con los recibos del alquiler, del Ocaso y la factura de la luz; de esa luz que se cortaba cada dos por tres, por culpa de unos fusibles a los que había que reponer los filamentos en esa labor de electricista de guardia.

En las postrimerías de la muerte del dictador, la transición se abría paso poco a poco y otras fiestas navideñas se acercaban. El mueble-bar se llenaba por entonces con una caja de polvorones, que hacía compañía a la botella de Ponche Caballero y de anís del Mono que quedaban de las navidades pasadas. La ilusión estaba detrás de aquella puerta que abríamos una y otra vez. La luz del interior se encendía y aunque no fuera de neón, recuerdo que allí se guardaba en dos sobres una parte de nuestra libertad.

«Mañana hay que ir a votar» dijeron mis padres. Aquellas palabras retumban en esta memoria que todavía recuerda como aquella noche nos saltamos el toque de queda que marcaba un globo, dos globos, tres globos y que cantaban en un televisor en blanco y negro, al que se le había caído el nombre de Vanguard (el nombre ya era nuestro futuro) y que marcaba el prime time de otra época.

He buscado un mueble-bar en una de esas apps que hoy parece que te salvan la vida. Pero nada de nada. Tal vez, hoy ese mueble no tenga razón de ser, pero a mí me recuerda que gracias a mis padres (de nuestros padres) hoy existen esas libertades; esas que ahora unos filósofos callejeros se arrogan como propias, con la idea de que son los garantes de una nueva sociedad y que pretenden dar lecciones de una libertad de expresión, que ni ellos saben qué significa.

Algún día regresará el mueble-bar.  Mientras tanto, nuestros líderes están mirando la pantalla del VAR, porque no saben si son ellos los que están fuera de juego.